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El árbol de las palabras

El árbol de las palabras
De niño, se aficionó muy pronto a las palabras sin saber del todo el poder que encerraban. Le conmovía alcanzar el cielo sólo con nombrarlo, decir "mundo" y tocar el mundo con la voz.

La vida, semejante a las palabras, era entonces como un árbol gigantesco repleto de pájaros y de cosas con nombre que había que pronunciar.

Pero el universo no tiene la seguridad del niño en los vocablos, no cree en abracadabras, no sabe de metafísica, es incapaz de permanecer inmutable; la contingencia corrompe sus redondas esferas.

La primera vez que le mudaron de "mundo" —otro empleo paterno, otro lugar y otra casa— tenía cinco años. Comprendió entonces que las cosas pasan y se pierden, como si nada, detrás de nuestros hombros. Bastaron sesenta kilómetros de distancia y unos meses, para que el espacio y el tiempo demolieran sin piedad la cara de alguno de sus amigos —su memoria aún no estaba prevenida— y empañara las ventanas de aquel primer hogar de su memoria, que hoy apenas puede imaginar.

En aquel momento, intuyó con angustia que todo tiene edad, que el mundo está hecho de tiempo, que los pájaros del árbol de las palabras se alimentan de términos y sonidos e inventan nombres sólo para refrescar la memoria; para no olvidar que vivieron.

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